martes, 17 de febrero de 2009

La isla que brillaba


Obra de reciente aparición de una mujer periodista de la vieja guardia, originaria de Sonora, Tere Gil


Le comparto, generoso lector, el prólogo de este escribidor al libro La isla que brillaba, presentado ayer:


Redescubrir en plena madurez intelectual, como lo hace Teresa Gil Gálvez, que su vocación por las letras no se relaciona centralmente con la información y el comentario periodísticos, transmitidos por medios impresos o electrónicos, no fue obstáculo infranqueable para que la reportera de múltiples fuentes y pionera de otras, nos entregue --negro sobre blanco-- casi cinco décadas muy bien resumidas sobre los caminos que recorrió o coadyuvó a abrir en el fascinante pero ingrato oficio que no está hecho para los cínicos, como advirtió Ryszard Kapuscinski.

Sin embargo, apenas adolescente emprendió la tarea reporteril en un entorno que presentaba como natural afrontar el enorme reto de los géneros, como si fuera una tarea más. E incursionar en labores que hoy en día implican un alto grado de especialización que se obtiene por la vía de la escuela, o bien por medio de una cuasi institución no reconocida pero igualmente eficaz, por lo menos para nuestra generación, como es la universidad de la vida.

En Costa Rica, en los límites de los valles del Yaqui y del Mayo, pueblo de pescadores pero con mayor vocación agrícola, ubicado a 200 metros de la playa, sucedió el primer encuentro de la niña que, por ello mismo, no sabía leer ni escribir, al entregarle un varillero que suplía las deficiencias del comercio rural, varias hojas sueltas de El Universal y Excélsior con las que estaban envueltas las sortijas, los pendientes y las baratijas.

A la niña la sedujo el envoltorio, no el anillo de plata que le obsequió el comerciante, a pesar de que tenía una pequeña mariposa pegada al aro. “Yo me resistí, pero aquel hombre le pidió permiso con la mirada a mi padre y éste asintió. Yo tenía siete años y aquel era mi primer anillo”, relata.

Teregil, como la llaman los muchos amigos que forjó con sustanciosa conversación, acompañada de un buen trago y adosada con una excelente cocina, lo narra así:

“Cuando el hombre se fue, todavía entusiasmado por el techo que brillaba en la tarde, dejó sobre la mesa los papeles de la envoltura y entonces mis hermanos y yo corrimos con ellos hacia un cuarto y empezamos a descifrar todo lo que aparecía en aquellas hojas arrugadas.

“Aquel primer encuentro con el papel impreso, en un entorno campesino, en el que sólo se veía de vez en cuando papel de estraza, transformó aquella casa de paredes de enjarre y durante varios días mi hermana mayor, la única que sabía leer, nos reunía sobre una tarima, para ir descifrando, una a una, cada página dejada por el platero. Entre ellas encontró unas hojas de la revista Confidencias, en las que nos leyó, de un tirón, la historia de una muchacha que trabajaba en un diario y las décimas de una mujer, Pita Amor”.

Una década después de aquella fiesta infantil que duró días completos, Perejil –como también le llaman-- estaba instalada en Cajeme –mejor conocida como Ciudad Obregón-- y en el diarismo.

Mas la decisión adolescente de Teresa era firme, con todo y que al poco tiempo se le interpuso la insatisfacción porque las letras con las que más se identificaba eran otras, como lo muestran sus poemas y cuentos que nos compartió durante 2005, sólo unos cuantos de 1956-79, en La falda corta.

Así lo cuenta:

“Pero las cosas jamás se hicieron. El agobio de un trabajo que cerraba el círculo en el elogio de los demás y que se iba haciendo rutinario, fue venciendo también aquellas aspiraciones. Un viaje a la ciudad de México era imposible, porque mi madre quería que estudiara normal y me hiciera maestra. Por otro lado, quizá debido a la falta de estímulos, se fue formando en mi interior un gran vacío, algo que ha sido recurrente a lo largo de los años y que se dio en etapas en las que curiosamente, tenía que tomar decisiones vitales. Tedio, hastío, enfado, aburrimiento o como se llame, fue generando un cuerpo abúlico, de alguien que sentía chica la ciudad, pero que no hallaba alternativa en otros confines. Tenía 16 años. ¡Cuántos miles de adolescentes deben de estar en la misma situación!”

Y se le atravesó julio, el mes que a lo largo de su vida como periodista prolija e innovadora, madre tenaz y reproductora de vida, la colocaba ante el reto de quemar naves y emprender nuevos caminos, en otras latitudes.

Lo rescata en el capítulo primero, el más bello de este volumen porque nos traslada y hace partícipes de hechos y vivencias que son muy suyas, pero generosamente nos comparte con singular dominio de la palabra escrita.

Cuenta: “A Hermosillo llegué en julio de 1961, cuando apenas entraba en los veinte. El periodismo había quedado atrás hacía tres años y algunos cuentos y poemas llenaban de vez en cuando mis cuadernos. Tenía dos hijos y en el primer intento por publicar de nuevo, adopté transitoriamente el seudónimo de Albertina Diez para publicar en el diario El Sonorense. Lejos estaba el rimbombante seudónimo de Teresa Stein”.

De la capital de Sonora al Distrito Federal y un abrupto retorno para formarse en las aulas como abogada y consolidarse en el periodismo que nunca la ató, y esto es una virtud, a una razón social o a un cabezal determinados, sino a los espacios en los que podía informar más y mejor la realidad tan diversa como la capacidad de los lectores para interpretarla. Amén de una retribución que permitiera vivir con cierto decoro, aunque como subraya reiteradamente Teresa de Jesús los magros salarios son la constante en el casi medio siglo que laboró en diarios y revistas y que hasta la fecha son dato característico del quehacer y de las condiciones de vida de los trabajadores de los medios de comunicación.

Esa preocupación la condujo a ocuparse simultáneamente a las tareas informativas, en la organización social de los periodistas y hacer un aporte en los planos de la investigación y las propuestas legislativas para actualizar el complejo y desfasado entramado jurídico que regula las relaciones entre el Estado, los medios y la sociedad.

Norteña de pura cepa, firme en la exposición y defensa de sus opiniones y percepciones, la autora era y es confundida con frecuencia como beligerante en sus relaciones profesionales, gremiales y políticas.

29 años de trato personal y laboral, lo mismo en Oposición que en Punto, en la Unión de Periodistas Democráticos y en el Partido Comunista Mexicano, en El Economista que en La República, en ¡Viva! y más recientemente en Forum, permiten afirmar sin riesgo al equívoco que el carácter de Gil es, en buena medida, un caparazón para sortear el entorno hostil y sobreponerse a una timidez que llega hasta el pánico escénico.

Gabriel García Márquez, clásico del periodismo y de la literatura latinoamericana convertida también con su obra en universal, dice en Vivir para contarlo:

“La vida no es la que uno vivió, sino la que uno recuerda y cómo la recuerda para contarla”.

En las páginas que siguen usted gozará los recuerdos de una periodista que literalmente se entregó al ingrato pero fascinante oficio del periodismo, cuando su vocación y deseo eran otros.

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